La solana, los huevos
y la memoria
La casa de Quecedo
tenía de todo, pero no había salón, porque el lugar donde nos reuníamos era la
solana. Allí se leía, se cosía, se pintaba, se charlaba y, en vez de mirar la
televisión, que entonces no existía, contemplábamos el castillo de Toba, que en
la lejanía parecía más entero que visto de cerca y nos daba pie para inventar
historias fantásticas de damas y caballeros de antaño. En cuanto a los
informativos, estos corrían a cargo de los vecinos que pasaban por la calle y,
al oír voces en la solana, saludaban y se paraban a comentar las últimas
noticias del pueblo, el pronóstico meteorológico y el estado de las cosechas.
También
teníamos un payo (o desván) donde estaba el taller del abuelo Valentín, que lo
mismo hacía cunas y sillitas para los nietos, que arreglaba zapatos y sandalias
de toda la familia. Desde el amplio tragaluz del payo había una vista preciosa
de todo Quecedo. Las manzanas y las nueces almacenadas aromatizaban el ambiente
con un olor delicioso.
La
abuela reinaba con un poder absoluto en la cocina y las dos despensas: la de
arriba (junto a la cocina) y la de los huevos (en el primer piso). Las
conservas de tomate y de membrillo, las guindas en orujo, los jamones, los
chorizos y unas enormes tinajas de barro llenas de filetes de lomo en aceite se
guardaban en la despensa de arriba. La de los huevos era como una cueva oscura
con paredes de piedra gris, sin ventanas ni muros al exterior, y su temperatura
siempre fresca era ideal para las garrafas de legumbres, las hogazas de pan y
las docenas y docenas de huevos que la abuela compraba a sus vecinas y amigas
del pueblo para que la numerosa tropa que habitaba la casa pudiera cenar huevos
con torreznos todas las noches.
Pero,
un verano de aquellos, la despensa de los huevos pasó a ser también, por
derecho de conquista, el laboratorio fotográfico donde mi padre hacía sus
revelados caseros, y eso la convirtió durante una larga temporada en algo así
como la fortaleza asediada donde Patxo se encerraba a
revelar fotos, mientras su suegra clamaba desde el pasillo que la luz roja y
aquellos extraños líquidos iban a ser nefastos para sus huevos. Eran broncas
sonoras, pero pacíficas, sin llegar al lanzamiento de objetos, aunque hubiera
tantos a mano. Y la verdad es que nunca se observaron mutaciones extrañas en
los huevos, que seguían estando riquísimos, y las legumbres y el pan no dejaron
de ser excelentes; sin embargo, eso sí, en cuanto al revelado, las fotos
dejaban mucho que desear, a pesar de su indudable valor artístico. Y es que un
fotógrafo rodeado de huevos y panes iluminados en rojo, y acosado por una
abuela no menos encendida, lo tenía muy difícil para llevar a cabo con
tranquilidad su delicada tarea.
Aún
así, aquellas fotos son hoy un legado que, unido a los sabores y olores que
nunca se borran de la memoria, constituye un valioso soporte físico del
recuerdo. El resto lo guarda el corazón. Y, aunque todo aquello quede ya lejos
en el tiempo, nada ni nadie nos quita lo bailado, que
fue mucho, y, como diría mi abuela Juana con su gran sabiduría de castellana
vieja, “a quien recuerda risas, no le vencen pesares”.
Mertxe García Garmilla